Un día me encontré raro, no coincidía por dentro, ni por fuera, conmigo mismo. No era quién sabía debía de ser. Me parecía que vivía fuera de mi naturaleza; Satur estaba muy lejos de Satur: deteriorado y roto. Me había convertido, después de 27 años en el opus, en un esclavo de un papel en la comedia social de la prelatura. Estaba como ausente de mi propia existencia; de repente caes en la cuenta de que te estás engañando y, lo que es peor, engañas a los demás, y que ese engaño impregna todas las relaciones, incluso las más íntimas.
La gente, tus hermanos, los cooperadores y amigos, no son rostros, sino máscaras de teatro que se intercambian promesas, gestos cariñosos, consuelos de elegidos e iniciados en la superficialidad de palabras mil veces dichas, frases hechas, tics de grupo, consejos acortezados... En todo ello se podía mezclar la emoción como en el teatro, o en el cine, pero esta emoción no tocaba el fondo solitario del alma, de la mía; esa emoción estaba ligada a una imagen, no a una realidad; nacía de una representación, no de una presencia. Y me parecía que toda aquella peña, yo incluido, se sentían en sus almas tan pobres que lo que más temían era su propia desnudez. Preferíamos intercambiarnos falsas riquezas antes que unir nuestra verdadera indigencia. Me había convertido en un hipócrita.
Te obligabas a hacer la charla y contar tus confidencias de un modo absurdo, difícil, sin vida. Ése que me escuchaba no era un amigo, ni siquiera un hermano: era un burócrata, un funcionario acostumbrado a representar lo que se espera de su cargo y condición. Incluso en aquellos primeros años de entrega, cuando uno vivía una sinceridad salvaje, con frecuencia patológica (forzada la intimidad hasta límites peligrosos), incluso entonces sentías ese desasosiego interior que produce lo artificial. Y cuando era yo quien escuchaba, quien atendía, a pesar de buscar lo mejor para esa persona, ¡ay!, con cuanta frecuencia todo era la costumbre de un horario, las frases hechas del sistema, los gestos que sabía debía de hacer y los consejos políticamente correctos que asentar en esa alma. No había vida. Observaba que bastantes de esas biografías que me rodeaban o acompañaban, la mía incluida, se sostenían sobre creencias que andaban muy lejos de la libertad, del amor, de la madurez. Preferíamos vivir en los criterios, las consignas, las normas, la seguridad de que me lo den todo hecho. Todos sabemos que las religiones no salvan al hombre, por muy perfectas y normativizadas que se presenten. Es Jesucristo... pero fácilmente caemos en la tentación de abrazarnos a instituciones que prometen la salvación con sólo permanecer fieles a ellas. Nos convertimos en autómatas que incluso están dispuestos a reprimir la biología más elemental -sentir, tocar, amar, reír, llorar- para entregarse con risueña insensatez a un destino gregario; con el cebo de una promesa de santidad segura a base de frases millones de veces repetidas que atornillan la conciencia, con chutes semanales de medios de formación personales y colectivos, de retiros mensuales y convivencias, con la corrección fraterna, que narcotizan el sentido crítico noble y responsable y que generan adicciones personales al grupo y peleles de tomo y lomo. Se prefiere vivir una vida vicaria, encerrada en una cámara de asepsia y autismo con ese mundo que se dice amar, pero en que queda excluida, en esa cámara, cualquier germen de humanidad, porque se es clasista y elitista.
Para volver a vivir con los demás sin máscaras ni maquillajes debía primero coincidir conmigo mismo, es decir, desembarazar al alma del yo y a la persona del personaje. Darme y enseñarme al mundo, al mío, tal como soy, dar sin saber que doy -todo lo contrario de lo que hacía en la opus, que te das sabiendo qué das-. Deponer todas las armas y todas las máscaras, andar sin esos movimientos de defensa y ataque que hacen de la vocación, del amor, un juego lleno de reglas, normas, criterios donde se refleja una perfección tan absurda como estéril. Gracias a Dios, prefiero unos instantes de verdadera comunión, lo que dura una mirada, uno sólo de esos minutos divinos que despojan al alma de todo lo que no es ella misma, a vivir en la fantasía narcotizada que, con sus intercambios de falsa moneda, no conducen más que a la unión de dos sombras, o al narcisismo de la santidad. Muchas veces deseamos tanto escapar de la soledad, buscamos la seguridad de un modo tan compulsivo, que olvidamos las dos cosas imprescindibles: la pureza del amor y el respeto de la libertad entre los que se aman.
Precisamente ninguna de estas dos cosas existían en mi vida en el opus. Mi amor no era puro; quizás ya no quedaba ni amor. Hay ciertos sentimientos que se le parecen, pero no los llamo amor (hace tiempo que esos sentimientos no me engañan). ¿Respeto a la libertad entre los que se aman?; en el opus dei no saben qué significa la palabra libertad. Se habla mucho de ella, pero desconocen totalmente de qué trata. Es muy difícil ser libre cuando ya de pequeño te enseñan a que cuentes todo con una sinceridad salvaje en una confidencia semanal donde obligan el temario, se te impone: Fe, Pureza, Vocación; cumplimiento de las normas una a una -con hojita incluída para que no olvides ni una; apostolado -con repaso de la lista de amigos-, trabajo, mortificación -con su lista de pequeños sacrificios-, amor al Padre, devoción a San Josemaría... ¡un mundo!. Y te enseñan, lo repiten hasta la saciedad, que si uno en la charla no habla de pureza, malo. Mala señal. No decían "si uno no habla de Fe, malo", o "si uno no habla de apostolado, malo", lo que se recalcaba era la Pureza: si no se habla de Pureza, malo, es que hay algo seguro. Y así te veías a contar una cantidad de tonterías, algunas rayaban la patología freudiana más profunda, por contar "algo". El que conoce sabe de qué hablo.
La sinceridad, la de verdad, no tiene cabida. Si dices que estás en crisis te dan la vara de tal manera que prefieres callar y marchar cuanto antes; no buscan tu bien, no te escuchan. El director de turno, aunque sepa que lo mejor es aconsejar otro camino, se resiste a ser consecuente porque sabe que eso no lo puede decidir él: lo decide la prelatura a través de un Spíritu codificado donde no caben biografías personales, diálogos tranquilos; no entiende que la vida es argumental, lo que supone variaciones, etapas, y posibles cambios buscando lo mejor en el otro; no escucha, porque no le cabe en la cabeza, que esa imagen de continuidad buscando su propia vocación (a veces más sensata y " pequeña" que la de darle la vuelta al mundo como un calcetín) en cualquier persona es esencial. La vida se detiene, tiene pausas, remansos, vuelve a empezar una vez y otra en circunstancias distintas, después de que se han operado cambios que quedan incorporados a lo anterior. Por mucho que se insista en la continuidad, en la fidelidad a cualquier precio, no está reñida con el cambio permanente en el que se vuelve a empezar una y otra vez. Se puede ser fiel a uno mismo dejando la senda del opus dei. Y más cuando él no quiere oír: sólo quiere el número, la cantidad, la perseverancia autómata. Como esas personas posesivas que sacrifican su vida a una mujer, a un esposo o a un amante, con el que no han tenido más intercambios interiores que los que podía haber tenido con un animal, o con la muñeca que tuvieron de pequeñas. Y lo más grotesco es que los desdichados que son el objeto anónimo de ese entregamiento falso se creen escogidos, especialmente preferidos y queridos por sí mismos. Como esa gallina amorosamente encorvada sobre unos caracoles -de noche le robaron las crías que guardaba con cariño- supliendo y prodigando en su instinto ciego e irresistible el mismo amor, idénticos cuidados. El objeto no tiene importancia, el intercambio no es necesario. La gallina, cerrada sobre sí misma y radicalmente incapaz de elección y de comunión, se aferra a cualquier objeto para satisfacer su necesidad.
Y encuentras actitudes que te duelen. Mucho.
Conozco una supernumeraria que tuvo el mismo año dos hechos. La muerte repentina de una hija numeraria -falleció mientras dormía a los treinta años-, y la marcha del opus de un hijo numerario. Todavía hoy, cuando habla de estos temas dice, sin rubor alguno, "me dolió mucho más que mi hijo abandonara el opus dei que la muerte de mi hija". Si eso no es fanatismo, que venga Chichinabo y me lo diga.
Una hermana mía, numeraria, rezó y pidió al Señor -sabiendo que me estaba planteando dejar el opus- que me muriera antes de abandonar el opus. Dios no la escuchó. Gratias, tibi Deus, gratias tibi!.
No son anécdotas aisladas. Se pueden contar a patadas. Esto se enseña: se anima a la gente a rezar para pedir la muerte antes de fallar en tu vocación. Cuando estás bien, pues no pasa nada, lo pides encantado. ¡Ay, cuándo estás mal!: se sufre, y se sufre mucho. ¿Quién causa ese dolor, eso desquiciamientos?..
- ¿Oiga, es la opus de dios de la prelatura?
- Sí, aquí es. ¡¡¡PAX!!!
- In aeternum, forever. Oiga, que me gustaría de saber porqué producen de dolor y de desquiciamiento con ciertos consejos sobre de que si te vas eres un desgraciado y de que no te querrá naidie como nosotros y de que el infienno está lleno de bocas cerradas y gente que se ha ido.
- ¡¡¡PAX!!!
- Sí, vale, Pax: pero que me gustaría de saberlo.
- ¡¡¡PAX!!!
- Ya, Pax, ok, Pax: pero que de porqué.
- .....................................................
No sabe. No contesta.
martes, 13 de febrero de 2007
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