La conciencia después de la Obra
I - Introducción
En un escrito anterior quise reflexionar sobre la conciencia y la Obra, enfocando el tema de la conciencia desde dentro de la institución hasta el momento de la salida. Ahora me parece pertinente pensar sobre lo que sigue, una vez que la Obra ha quedado atrás. Los problemas de la conciencia son otros, y en muchos casos, el marco de referencia para resolverlos también ha cambiado.
Este texto mismo es resultado y un reflejo de una conciencia transformada tras el paso por la Obra, por lo cual soy consciente de que tal vez no pueda ser entendido o resulte criticable para quienes no han pasado por esa experiencia o la hayan vivido de una forma diferente. Para facilitar su lectura, algunos párrafos están en letra más pequeña, pues son como notas al pie.
a. Hacer (Normativismo)
Hay que tener en cuenta qué tipo de lugar fue el que se dejó atrás. Un sitio semejante a la cultura legalista de los tiempos de Jesús, donde había tantos mandamientos (algunos hablan de 600 o más) que no se sabía muy bien cuál era el primero de todos...
En la Obra existe también una infinidad de mandamientos, que la burocracia interna va aumentando o cambiando con el tiempo. El fundador quiso que al menos quedara claro para siempre cuál era el primer de todos: cumplir las normas. Se entiende, entonces, que el amor y la misericordia no fueran prioritarios, sino que su lugar lo ocupara una versión muy parcial de la virtud de la justicia, esto es, la justificación personal (cumplir). Además, se trata de una justificación exclusivamente por las obras sin necesidad de pasar por la fe ni mucho menos por la caridad (primero que nada cumplir, el resto –el amor- es optativo, un aderezo). A tal punto es así, que el fundador se atreve a afirmar que la justificación por las obras es causa de predestinación:
«Puedo decir que el que cumple nuestras Normas de vida —el que lucha por cumplirlas—, lo mismo en tiempo de salud que en tiempo de enfermedad, en la juventud y en la vejez, cuando hay sol y cuando hay tormenta, cuando no le cuesta observarlas y cuando le cuesta, ese hijo mío está predestinado, si persevera hasta el fin: estoy seguro de su santidad» (Meditaciones VI, pág. 47).
El único beneficio que veo en estas palabras del fundador es que dan certeza a quien la busca de manera simple. Certeza que no tiene necesariamente un vínculo inequívoco con la verdad ni con la realidad.
Esta “máxima ascética” pone el acento en el hacer por encima del ser. Forma soldados de la vida piadosa, que ponen la obediencia y la ejecución por encima del discernimiento. Deforma las conciencias, pues no pocos se creen dispensados de la caridad con sus hermanos por el hecho de “cumplir las normas”.
Un ascetismo que recuerda mucho a Pelagio “cuyo modelo trazó siguiendo los principios éticos de los estoicos” (Enciclop. Cat.) y va a contramano del mensaje esencial del Evangelio y la doctrina de la Gracia.
El concepto de santidad que enseña la Obra deja a un lado la Gracia para concentrarse en el combate, una tarea esencialmente humana, cuyo resultado es el “mérito personal”. Se es santo por mérito propio, por luchar y ganar. Santidad vinculada al éxito y la predestinación.
La misericordia y la necesidad de perdón son temas que la ascética de la Obra no excluye, pero los utiliza para otros ámbitos, como el de la obediencia, para inculcar el sometimiento y la baja autoestima personal. En el ámbito de la santidad, en cambio, se trata de impulsar el crecimiento institucional (tanto el proselitismo como la alta autoestima institucional) y ahí no cabe otra que la fuerza de voluntad en su máxima expresión (en este contexto se legitima la coacción). La fórmula podría ser: lucho, luego soy santo. ¿Dónde queda lugar para la Gracia? En resumen, la Obra usa los conceptos teológicos cristianos para acomodarlos a sus fines corporativos.
La importancia central del concepto de lucha es que resulta una herramienta fabulosa para gobernar. De esta manera la santidad se puede medir y los directores pueden fiscalizar (RAE: «criticar y traer a juicio las acciones u obras de alguien»). El que no lucha (o al menos parece que no lucha exteriormente) demuestra mala voluntad o disposición interior inadecuada y puede/debe ser sancionado. Es un control perfecto, mensurable.
Y la santidad se vuelve una coartada perfecta para exigir que se luche por aquello que en realidad son metas de gobierno. Es la zanahoria delante del burro. Pues son los directores quienes dirigen la lucha y le dan sentido, definiendo los objetivos que se han de alcanzar (proselitismo, donaciones económicas, etc.) o al enemigo que se ha de combatir (especialmente luchar contra uno mismo y así vencer la propia resistencia frente al avance de la Obra en la vida privada de cada uno). La conciencia y el discernimiento son un estorbo en este contexto.
El problema es que, una vez que se ha aceptado la equivalencia santidad=lucha, se cae en una trampa/jaula muy difícil de salir –controlada por los directores, que manejan los hilos de la exigencia-, pues para desprenderse de sus lazos hay que, o bien escaparse con violencia, o bien descubrir la Gracia y ese enfoque de la santidad lleva de por sí a rechazarla, porque antepone la lucha a la Gracia. Se cree que es imposible la Gracia si antes no se lucha. Y la lucha supone unas metas imposibles de alcanzar (la Obra siempre pide más). La Gracia se vuelve un concepto vacuo, inoperante.
El espíritu de la Obra no es otra cosa que una teoría (una ideología) que justifica y refuerza las decisiones de gobierno y sus estrategias de crecimiento. No hay una teología coherente, cada concepto teológico y espiritual se utilizan para la ocasión, según sea necesario reforzar esta o aquella idea.
Si bien esas palabras de Escrivá sobre “las normas” se podrían teóricamente interpretar como un llamado a la piedad o a ser piadosos (el “porro unum” de Lc. 10, 42), en el contexto histórico concreto –de quien ha vivido en la Obra- se trata más bien de una ascética del esfuerzo, de inculcar el voluntarismo y la fe ciega en el fundador.
El hecho mismo de hablar de “normas” (apócope de “normas de piedad”) como sinónimo de “oraciones” está poniendo el acento en lo normativo más que en lo piadoso. “Cumplir las normas” (de tránsito, por ejemplo) es muy semejante a decir “cumplir la ley”. “Cumplir las normas” tiene que ver más con la obediencia que con la piedad, con la disciplina que con la caridad. El verbo más importante es cumplir, en vez de amar.
El acento está puesto en el concepto de lucha (humano) y no en la virtud de piedad (don divino, que procede de la caridad). No es Dios quien me lo otorga sino que yo lo alcanzo con mis propios medios.
“[Pelagio] consideró la fuerza moral de la voluntad humana (liberum arbitrium), cuando está fortalecida por el ascetismo, como suficiente en sí misma para desear y conseguir el noble ideal de la virtud (…) de manera que la naturaleza mantiene la habilidad de someter al pecado y ganar la vida eterna aun sin la ayuda de la gracia.” (Enciclopedia Católica)
Quien lucha se hace acreedor de la santidad, de tal manera que Dios estaría en deuda con él, doctrina que Escrivá aplica de diversas formas, por ejemplo al hablar de sí mismo:
«Vosotros decís: queremos lo que quiera el Padre, y acabáis antes, ¿no? Porque yo, además quiero lo que quiere El; así que [El] está en un compromiso tremendo» (del fundador, Meditaciones III, p. 401).
¿De dónde obtuvo Escrivá semejante razonamiento? ¿Acaso es Dios una marioneta? ¿Quién es Escrivá para “poner en un compromiso tremendo” a Dios? Tal vez el fundador lo decía de forma graciosa, pero seguro no lo decía en broma.
***
Para terminar este apartado, me parece oportuno transcribir un cuento que leí hace tiempo y habla del normativismo y la rectitud de intención. Quien sigue el camino del normativismo termina solo e intolerante.
Se preocupa especialmente por su propia justificación (¿frente a quien?) y no tanto por el bien de los demás o qué necesitan los demás, pues no los ve (no tiene en cuenta los sentimientos ajenos, por ejemplo).
Posiblemente una justificación frente a su doble interior a quien debe asemejarse cada vez más (el modelo perfecto asimilado en la imaginación e inalcanzable a la vez, irreal). De ahí que quienes viven de esta manera en sociedad tengan el deber ser un espejo donde el otro pueda verse reflejado y todos formen un conjunto espejado. No es la rectitud de la propia conciencia la referencia para actuar sino la fidelidad a un modelo propuesto desde afuera. La ausencia de integridad y el doble estándar (hipocresía) son consecuencias previsibles.
Así es como muchos describen el ambiente en ciertos rincones de los centros de mayores de la Prelatura Opus Dei: cada uno encerrado en su habitación individual y con un gran nivel de crítica interior, que muchas veces se manifiesta en vigilar al prójimo –a veces por medio de la denominada “corrección fraterna”- para asegurarse de que también se amargue la vida como él y no haya “privilegiados” que la pasen bien. Es el sometimiento al yugo de una ley que nunca desearon, simplemente no supieron cómo evitar.
Sucedió que un día en las puertas del Cielo, se juntaron algunos cientos de almas, que eran las que anidaban en los hombres y mujeres que habían muerto ese día...
San Pedro, supuesto guardián de las puertas de entrada al paraíso, ordenaba el tráfico:
-Por indicación del “Capo” vamos a formar tres grandes grupos de huéspedes, a partir de la observancia de los diez mandamientos:
El primer grupo, con aquellos que hayan violado todos los mandamientos por lo menos una vez.
El segundo grupo, con aquellos que hayan violado por lo menos uno de los mandamientos alguna vez.
Y el último grupo, que suponemos el más numeroso, compuesto por aquellos que nunca en sus vidas hayan violado ni uno de los diez mandamientos.
-Bien -siguió San Pedro-. Los que hayan violado todos los mandamientos, córranse a la derecha.
Más de la mitad de las almas se corrieron a la derecha.
-Ahora -proclamó-, de los que quedan, aquellos que hayan violado alguno de los mandamientos, córranse hacia la izquierda.
Todas las almas que quedaban se desplazaron a la izquierda...
Casi todas...
De hecho, todas, menos una.
Quedó en el centro el alma que había sido de un buen hombre, que vivió toda su vida en el camino de los buenos sentimientos, de los buenos pensamientos y de las buenas acciones San Pedro se sorprendió, solamente un alma quedaba en el grupo de las mejores almas.
De inmediato, llamó a Dios para notificarlo.
-Mirá, el asunto es así: si seguimos el plan original ese pobre tipo que quedó en el centro, en lugar de beneficiarse por su beatitud, se va a aburrir como una ostra en la soledad más extrema. Me parece que debemos hacer algo al respecto.
Dios se paró frente al grupo y les dijo:
-Aquellos que se arrepientan ahora serán perdonados y sus fallas olvidadas. Los que se arrepientan pueden volver a reunirse en el centro, con las almas puras e inmaculadas.
Poco a poco, todos empezaron a moverse hacia el centro.
-¡Alto! ¡Injusticia! ¡Traición! -se escuchó una voz.
Era la voz del que no había pecado.
-¡Así no vale! Si hubieran avisado que iban a perdonar, yo no me cagaba la vida!...