lunes, 18 de marzo de 2002

La conciencia después de la Obra [3].- E.B.E.

La conciencia después de la Obra (3).- E.B.E.


c. No tener (El orden de la pobreza)



Habitualmente la virtud de la pobreza que se practica la Obra es objeto de crítica por sus características exteriores contradictorias. Pero pienso que también tiene un lado menos llamativo y que provoca consecuencias perjudiciales en la vida de los miembros de la Obra, especialmente de quienes la practican de modo radical, como l@s agregad@s y más aún l@s numerari@s. Esto se hace visible cuando abandonan la institución.



Más allá de la comodidad material de las casas de la Obra, que el discurso oficial sobre la virtud de la pobreza legitima, se encuentra la definición ascética y la función disciplinal que sus principios impulsan. Más que de una virtud, se trata de un orden que se impone a los afectos y a lo más íntimo del ser. Es la “pobreza de espíritu” cuyo objetivo es el vaciamiento personal, para que ese lugar lo ocupe la Obra...


«Hay unas señales inequívocas del verdadero desasimiento: no tener cosa alguna como propia; no tener cosa alguna superflua; no quejarse cuando falta lo necesario... Cuando se trate de elegir, lo más pobre, lo menos simpático» (Meditaciones I, pág. 697).



La instrumentalización que esta institución hace de la sabiduría cristiana es asombrosa: gran parte de la doctrina espiritual, a la que recurre o cita, tiene una aplicación instrumental concreta con el fin de obtener un resultado beneficioso para la corporación.



Leídas desde cierto punto de vista, esas palabras de libro de Meditaciones podrían considerarse como una máxima espiritual propia de muchas congregaciones religiosas. Pero la aplicación concreta que le da la Obra, a este tipo de textos, difiere completamente de lo que se podría suponer.



Una cosa es el desprendimiento espiritual y otra muy distinta es literalmente no tener cosa alguna como propia. La propiedad de las cosas –quién es el dueño- es algo muy distinto del desprendimiento –de qué manera yo me relaciono con las cosas que poseo-. No es posible el desprendimiento si antes no se es dueño (de sí mismo y de lo que se tiene), y además, no creo que sean términos excluyentes (especialmente en el caso de los laicos).



Pero la Obra saltea este paso, porque lo que le interesa no es el desprendimiento (en las personas) sino la expropiación (de las personas). No le interesan las personas –por eso las descarta sin grandes escrúpulos- sino sus cosas y sus capacidades (intelectuales, laborales, monetarias, etc.). La “entrega” que exige la Obra es un acto de expropiación en nombre de Dios y es de este modo cómo la Obra se enriquece (en amplio sentido) al mismo tiempo que quien la deja se va con las manos vacías y con muchos problemas por resolver.



De ahí que la vocación haya de tener una fuerza arrolladora imprescindible, para que no se le resista nadie y así imponga sus exigencias de obediencia y entrega explícitas. Es clave el factor divino y personal de la vocación (lo de “divino” no es un adjetivo genérico), porque es la única manera de presionar y barrer con toda resistencia eficazmente.



«Hay que pedirle al Señor que nos mande la muerte antes que no perseverar» (del fundador, Meditaciones V, p. 404).



De manera tal que decir no (a cualquier cosa que pidan los directores) equivalga siempre a decirle no a Dios, como un non serviam de fatales consecuencias. Es el mecanismo básico de extorsión de la Obra.



En el primer caso (el desprendimiento) se trata de una actitud espiritual, mientras que en el segundo (la propiedad de las cosas) se trata de instaurar un orden social interno basado en la indefensión de los individuos: hasta los mismos derechos deben ser entregados. Es una pobreza total, pero no como virtud sino como imposición y sometimiento. Es la Obra quien controla que nadie (me refiero a los miembros célibes) tenga nada como propio, de la misma manera que lo podría hacer un gobierno con aspiraciones de amplísimo control social.



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Desde el punto de vista de la virtud personal, este orden de la pobreza que establece la Obra va a contramano de la vida que puede llevar cualquier persona viviendo en sociedad, a diferencia de un convento o vida conventual (aún así, ni siquiera la vida religiosa es comparable al despojo que somete la Obra, pues allí hay engaño y en la vida religiosa no).



Pero el interés de la Obra no está tanto en el desarrollo de la virtud (de la pobreza) en las personas como en utilizar ciertos principios a modo de herramientas para gobernar y sostenerse. Es curioso, pero a través de la pobreza la Obra obtiene su sostenimiento. Esta “virtud” está relacionada íntimamente con la entrega o “virtud de la generosidad”. Darlo todo a la Obra. Desprenderse uno mismo de todo, para que la Obra lo posea todo.



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Se podría identificar cada uno de esos principios o señales de pobreza con un resultado concreto:



- no tener nada como propio (ceder el control de uno mismo)

- no tener cosas superfluas (no tener gustos, deseos, intereses personales)

- no quejarse cuando falta lo necesario (mansedumbre, conformismo)



Las consecuencias de este orden de pobreza, son variadas. En algunos casos fomenta la irresponsabilidad –nadie es dueño de nada- y desde luego impide hacerse dueño de la propia vida. En muchos casos, inhibe el sentido del gusto y la capacidad de desear. Impide la posibilidad de individuarse y desarrollar la propia personalidad. Son verdaderamente profundas y alienantes las consecuencias.



La pobreza se relaciona con el desprendimiento y, en este sentido, fomenta la pobreza afectiva, que muchos ex miembros señalan en sus testimonios. Es el desprendimiento de los demás, la falta de interés real por el otro, pues en la Obra siempre lo primero son las normas. En el Evangelio, en cambio, lo primero es el prójimo.



El desprendimiento afectivo está impulsado además por la expresa prohibición a tener amistades particulares. La razón es sencilla: reforzar la unidad con el orden jerárquico.



«En Casa queremos a todos (…). Por eso, dice nuestro Fundador, ‘entre los tuyos, evita cuidadosamente aun la apariencia de una amistad particular’» (Meditaciones III, pág. 165)



Principio este que tiene su origen en la vida religiosa, de los conventos.



«Otro punto al que desearíamos referirnos es el lugar que ocupa la amistad en la vida espiritual. En un gran número de libros espirituales, escritos por religiosos, se encuentran condenas de diversas clases sobre las amistades particulares. Desde el punto de vista de la perfección de la caridad en la vida de una comunidad religiosa, tales amistades son muy perjudiciales. La preferencia por uno, significa hasta cierto punto una aversión por otro; hace imposible el ideal de regular todas nuestras relaciones con el espíritu de fe, según el cual Cristo (…). Pero un seglar, al leer tales libros, puede formarse una pauta falsa para su propia vida. (…) La gente que vive en el mundo está en una posición completamente diferente del religioso» (Eugene Boylan, o.c., El amor supremo, pág. 76-77).



No hay unidad entre las personas sino alrededor de quien represente al prelado. La pobreza afectiva mantiene el orden basado en la obediencia. No es extraño, por lo tanto, que quienes dejan la Obra tengan carencias afectivas, forma parte de los efectos de vivir la pobreza según la Obra.



Este orden de la pobreza no emana de la virtud sino como directiva del gobierno de la Obra, para controlar el ambiente de los centros y especialmente la conciencia de los numerari@s y agregad@s.



De lo que se trata, con “la pobreza”, es de llegar al holocausto del yo, al aniquilamiento del yo. En la Obra se ponen en un mismo plano el egoísmo y el yo. Es el olvido de sí, hasta ya no saber quien soy yo.



«Hay que saber deshacerse, saber destruirse, saber olvidarse de uno mismo» (del fundador, Meditaciones VI, pág. 409)



El otro sentido de esta “virtud” es la utilidad: trabajar para la Obra hasta el agotamiento total. Ser útil a la Obra. Ser un buen instrumento. Parte de la pobreza es la laboriosidad, el trabajo sin descanso. Por eso descansar siempre será un deber y nunca un derecho, pues se descansa si se debe.



«Por eso pedimos al Señor una vida larga, llena de trabajo, humano y divino, hasta que acabemos agotados, exprimidos, sin poder darnos más porque nos hayamos gastado del todo, en un sacrifico completo, en un holocausto» (Cuadernos 3, cap.8)



Luego, está el empobrecimiento de la propia imagen personal, de tal manera de sentir un vacío interior, que sólo podría llenarlo la Obra. Mientras uno mismo no es nada, la Obra lo es todo.



«Desaparece todo atractivo personal, toda tentación de amarse uno mismo, cuando la humildad nos muestra que no hay de qué» (Cuadernos 3, Cap. 10)



Lo notable en la Obra es la falta de interés real por la vida interior de las personas. A los directores de la Obra no les interesa si alguien progresa en su vida interior, si su oración es más o menos profunda. Lo que les interesa es el cumplimiento de las normativas. Los primero son las normas. Eso es la Obra: un conjunto de normativa a cumplir. La vida interior de alguien no le importa a nadie (institucionalmente hablando). Por eso tampoco les preocupa el destino de una vocación que decide tomar distancia de la Obra. El aspecto pastoral de la Obra, propiamente, es prácticamente nulo.



Este orden de la pobreza asimilado durante años explica la falta de ubicación dentro del mundo. Inhibe los deseos y aspiraciones personales. Es el aniquilamiento del yo, el vaciamiento, que tienen que ver con la entrega total a la institución.



El problema fue que la Obra pasó a ser todo y luego se descubrió que era nada. Lo que queda es un gran vacío en el alma. Y de ahí se parte.



La reincorporación al mundo, puede llevar muchos años. Para quienes ingresaron a la Obra con catorce años, el mundo se trata de una experiencia en gran parte desconocida, a estrenar.