II - Cuando la realidad ideal no cuadra
Quien deja la Obra, sale de un universo muy legalista y de extrema complejidad para la conciencia, lo cual no es extraño que dificulte la adaptación al mundo y genere situaciones no fáciles de resolver.
No hay una única salida. Los caminos para reconstruir la propia vida son diversos. Están quienes han reencauzado su vida dentro de unos parámetros estándares y su situación dentro de la Iglesia no ha sufrido ningún cambio. El cimbronazo sólo afectó la relación con la Obra y nada más.
Para otros, la crisis que produjo la Obra en sus vidas tuvo efectos más amplios...
Pienso en los que se han separado de la Iglesia de manera implícita o explícita, como también en aquellos que se encuentran en una situación interior conflictiva, sin habérselo propuesto por motivos teóricos, sino como resultado del devenir mismo de sus vidas.
De manera particular pienso en quienes se han casado y su matrimonio terminó en divorcio, o también, quienes han encontrado que la mejor manera –no la óptima, porque esa no existía- de reconstruir sus vidas ha sido estableciendo una relación afectiva con una persona divorciada (en todos los casos supongo la honestidad de la conciencia, como punto de partida básico).
Según la doctrina clásica de la Iglesia, las personas vinculadas a una situación de divorcio, no pueden ni recibir el sacramento del matrimonio ni el de la comunión (y tal vez, no puedo asegurarlo, muy posiblemente tampoco el de la confesión).
No creo que se pueda afirmar con absoluta seguridad que lo que han hecho para resolver y reconstruir sus vidas esté bien. Me parece que en gran medida es un asunto de conciencia, y por otro lado, una situación excepcional (el carácter inédito de la defraudación de la Obra y sus consecuencias destructivas en la vida espiritual de las personas). Por lo cual tampoco veo fundamentos claros para decir a priori que lo que han hecho -para reconstruir sus vidas- esté mal.
La Iglesia evidentemente no puede bendecir dichas situaciones irregulares, pero tampoco creo que las pueda condenar a priori, por varias razones.
Hago en adelante una distinción práctica entre la Iglesia y la Santa Sede o Vaticano, considerando a la Iglesia como un concepto muy amplio histórica y teóricamente, mientras que a la Santa Sede o Vaticano la relaciono con el gobierno y las decisiones de un momento histórico de la Iglesia.
Una cosa es condenar el divorcio y otra cosa es condenar situaciones particulares de manera general. Además, en el origen de muchas irregularidades se encuentra con un rol protagónico exclusivo la misma Prelatura del Opus Dei, de cuyo control es responsable directo la misma Santa Sede. Y hasta ahora la Santa Sede no ha hecho nada para ayudar a quienes han sido afectados por la prelatura Opus Dei. Tales condenas, entonces, fácilmente se convertirían en un boomerang.
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A veces el divorcio puede ser resultado de la inexperiencia, como en el caso de los que se fueron siendo aún jóvenes, pues la Obra fomenta la inmadurez afectiva y el aislamiento respecto del mundo cotidiano que vive cualquier persona normal.
Para quienes se van en una edad avanzada, la posibilidad de entablar una relación con una persona divorciada puede ser una opción conscientemente elegida y asumida, aún teniendo en cuenta que la Iglesia condena el divorcio. Creo que esto sucede -entre otras cosas- a causa del factor oportunidad: en su momento se entregaron a la Obra unos años que son irrecuperables, y unas oportunidades que ya no existen, por lo cual no se puede emprender una nueva vida desde un punto de partida ideal que ya no existe y que además fue objeto de defraudación por parte de una institución de la Iglesia.
Al hablar de oportunidades no estoy pensando en términos contables, matemáticos o de probabilidades, sino en razones y necesidades psicológicas profundas, existenciales.
La reconstrucción de la propia vida depende de las oportunidades que hay hacia delante, y en ocasiones son restringidas. La edad juega en contra para muchas cosas –encontrar trabajo, reconstruir la carrera profesional, entablar relaciones afectivas, etc.- y la Obra no sólo destruye vidas en muchos aspectos sino que además no hace nada para contrarrestar el daño ocasionado (la Obra se considera libre de culpa y responsabilidad, pues su inocencia es una prerrogativa que considera incuestionable e irrenunciable).
Por otro lado, no menos importante, la crisis causada por la Obra supone muchas veces una crisis de valores, que puede llegar a ser muy profunda hasta provocar un estado de escándalo interior e incredulidad. Especialmente cuando se percibe una injerencia política en la esfera moral (si frente a los principios morales prevalecen las decisiones y voluntades de gobierno, ya sean de la Obra misma como del Vaticano, lo cual provoca desastres en las conciencias). Esto quiebra todo el orden moral anterior. ¿Si la moral está al servicio de la política y la política es la responsable de mi crisis, porqué habré de subordinarme a la moral que procede de la política?, podría cuestionarse. La moral pierde autoridad al ser objeto de manipulación por parte de los gobernantes, se la ve como una materia subordinada a la política, y entonces la moral se transforma en un ámbito de disputas, lo cual no ayuda en absoluto. Aquí es donde veo que el rol de la conciencia es fundamental para encontrar una salida, recurriendo a la honestidad que se encuentra en ella y sin esperar una solución política, que provenga de afuera.
A su vez, la sensación que se tiene -en muchos casos- al dejar la Obra es la misma de un divorcio, y peor también, por lo cual se podría decir que el estado en el que se encuentran much@s numerari@s y agregad@s (al romperse el vínculo con la prelatura) es muy semejante al estado de divorciad@. Si la unión entre dos personas es considerada sagrada y por ello la Iglesia juzga inadmisible el divorcio, ¿cómo admitir la trasgresión que supone la ruptura del vínculo que desde el primer momento la Obra lo presentó como “divino, permanente y eterno” (cfr. A. del Portillo, Carta 19-III-1992, nro. 14) y luego ella misma, en muchísimos casos, no lo respetó sino que además lo quebrantó? La condena que la Obra dirige hacia los ex miembros de manera generalizada, se le vuelve en contra:
«Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar»
(del fundador, Meditaciones III, pág. 389)
Como bien dice Steve Hassan, «en las sectas destructivas, jamás existe una razón legítima para marcharse» (cap. 5).
Las repercusiones –el escándalo en sentido evangélico- que esta ruptura vincular puede tener en toda la vida espiritual de una persona son considerables. Más aún si se descubre que todo fue un gran fraude, que nunca existió institucionalmente la vocación de la que habla A. del Portillo (cfr. Carta 19-III-1992, n. 14), y que puede seriamente cuestionarse con escritos como el de A. Ruiz Retegui. La situación de irregularidad, entonces, comienza mucho antes de lo que se cree.
Mientras la Iglesia condena el divorcio, al mismo tiempo la Santa Sede no impide que la Obra quiebre el vínculo vital que mantiene unidas a muchas personas con la prelatura y por el cual comprometieron sus vidas para siempre (sin duda se trata de un vínculo muy complejo, primero porque no queda claro aún hoy día de qué naturaleza es, luego porque hay personas que lo único que quieren es irse cuanto antes, otras directamente consideran que nunca existió un vínculo real debido al fraude de origen (cfr. Falsedad ideológica), pero también hay personas que lo que quieren es hacer valer la vocación que ellas aceptaron junto con el vínculo trascendente que originalmente la Obra les presentó como tal; es una situación verdaderamente caótica la que ha provocado la Obra).
Aunque no se pueda afirmar técnicamente que se trata de lo mismo, a nivel vital los efectos son muy semejantes a un divorcio cuando la Obra rompe el vínculo, ya sea directa o indirectamente por sus reiteradas infidelidades. Mientras los miembros no tienen propiamente derecho a “divorciarse” de la Obra (en todo caso se dice que abandonan la vocación y traicionan a Dios), la Obra sí puede deshacerse de las personas que no le interesan (muy diferente a expulsar, acción que está reglamentada y restringida). Es una suerte de divorcio legitimado a favor de la Obra sin que tenga que dar cuenta de nada. Lo cual provoca no poco desconcierto.
Pero también puede decirse que, en cierto aspecto, los efectos son mayores a los de un divorcio, porque en el caso de l@s numerari@s, la Obra se queda con todo y al ex miembro no le corresponde nada (con l@s agregad@s sucede algo semejante). El privilegio que detenta la Obra es mucho más que un derecho a divorciarse, es a deshacerse de las personas.
Y el caso es muy distinto al de los religiosos que expone el CIC (canon 702: “Quienes legítimamente salgan de un instituto religioso o hayan sido expulsados de él, no tienen derecho a exigir nada por cualquier tipo de prestación realizada en el”) y el cual podría ser la base para justificar este comportamiento de la Obra (cfr. Catecismo, 84: “Si un fiel sale de la Obra no tiene derecho a pedir compensación económica alguna por los servicios que en la Obra haya prestado, ni por las donaciones o limosnas que haya hecho”), pues mientras en el caso de las órdenes religiosas se trata de una institución legítima, en el caso de la Obra se trata de una institución fraudulenta porque se da a conocer de una manera falsa (cfr. Falsedad ideológica), por lo cual correspondería no sólo una restitución y sino además una compensación moral y material.
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En muchos casos –especialmente para quienes ingresaron a los 14 años-, la vida matrimonial resultaba impensable porque desde la adolescencia la Obra les había metido en la cabeza –machacando- que el destino para ell@s –el plan de Dios desde la eternidad era el celibato, o sea, la vocación de numerari@ o agregad@.
Cfr. Carta A. del Portillo, 19-III-1992, nro. 13: “Dios nos ha creado, y nos ha formado y nos ha tallado como convenía a la vocación que antes, desde la eternidad, nos había concedido” y nro 14: “La vocación al Opus Dei (…) es una llamada divina, eterna y permanente, que no se pierde jamás y que el Señor nos dirige de continuo. Se puede vivir de espaldas a ese requerimiento del Cielo, pero no se puede suprimir”.
«Desde la eternidad el Creador nos ha escogido para esta vida de completa entrega: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem (Ephes. 1, 4), nos escogió antes de la creación del mundo. Ninguno de nosotros tiene el derecho, pase lo que pase, a dudar de su llamada divina (…) Si no nos hubiera llamado Dios, nuestro trabajo con tanto sacrificio en el Opus Dei nos haría dignos de un manicomio. Pero somos hombres cuerdos, luego hay algo físico, externo, que nos asegura de que esta llamada es divina» (del fundador, Cuadernos 8, pág. 262-3).
Esa última afirmación del fundador es muy impresionante. Lo único físico, externo comprobado es la coacción de los directores.
Tampoco imaginaron que un día la Obra les manifestaría abiertamente su infidelidad, olvidándose ella de aquél carácter divino, eterno y permanente sin ningún pudor, aunque con mucha refinada hipocresía. Este doble golpe brusco produjo un gran descalabro, y de la noche a la mañana tuvieron que salir a rehacer sus vidas, sin manual que explique cómo se hace eso. Ni asistencia alguna de la Santa Sede.
Como decía anteriormente, algunos retomaron la vía estándar –ej., el matrimonio dentro de la Iglesia-, pero otros no. Porque no pudieron, porque ya no quisieron, o por tantas otras razones, cuyo común denominador es el paso por la Obra.
Desde cierto punto teórico se puede decir que están en una situación irregular (si se han apartado de la Iglesia en alguna medida). Pero desde una explicación causal, se puede afirmar que se encuentran en esa situación irregular a causa de la Obra, por lo cual tal irregularidad es imputable en primer término a la Obra. Luego, a quienes han dejado hacer a la Obra, quienes han autorizado y no han controlado a esta institución. Por último, cada caso con sus razones particulares, que merecen una valoración individual.
Lo que está claro es que la situación irregular en la mayoría de los casos no comenzó cuando –por ejemplo- un matrimonio terminó en divorcio sino cuando la Obra se cruzó en el camino de esa persona a sus catorce años y estableció con ella una relación basada en el fraude, que finalmente terminó como era lógico: en un vaciamiento personal –uno se va sin nada- y una honda crisis en su conciencia.
Se sale muy mal parado de la Obra –más si el ingreso fue a los 14 años- y se reconstruye la vida como puede. Esto es esencial tenerlo en cuenta, para no compararse con situaciones más estándares y concluir en una autocondena personal. La Obra no es una situación normal y la salida de la Obra menos.
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A partir de allí, desde el momento en que se cierra la puerta del último centro, comienza una peregrinación hacia la estabilidad personal, que puede tardar años y pasar por etapas poco convencionales.
Por supuesto, cada uno sigue siendo responsable y puede contribuir en una segunda instancia a empeorar lo que ha provocado la Obra. Pero esto depende de cada caso particular y no puede analizarse de manera generalizada.
En cambio, la situación irregular como punto de partida lo origina la Obra y esto sí es generalizable (aunque no ‘absolutizable’).
A partir de allí, lo irregular pasa a ser la vida normal para muchos. De tal manera han quedado transformadas sus vidas, que el efecto provocado por la Obra se muestra irreversible. Uno sufre las consecuencias del pecado de origen de la Obra.
Pecado que no es excusa ni vuelve inimputable a nadie para el resto de su vida, pero sí explica muchas cosas.
Así como por el pecado de Adán y Eva entró la muerte, por el pecado de la Obra entró la irregularidad en nuestras vidas, de diversas maneras.
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III - El lugar en la Iglesia
Una vez abandonada la Obra, el tema es cómo sigue la relación con la Iglesia. Pues el paso por la Obra no fue simplemente una mala noche en una mala posada para luego despertar de la pesadilla sin más efectos: dejó consecuencias y en muchos casos afectó directamente a la fe y a la salud espiritual de las personas.
No pocos esperan aún la asistencia de la Iglesia, como una intervención directa del Vaticano, porque la Obra dependen sólo de él y ni un obispo ni un párroco pueden hacer nada al respecto, salvo cumplir sus funciones ordinarias.
Sin duda, los obispos podrían impedir el establecimiento de la Obra en sus diócesis, responsabilidad de la que no están exentos. Pero no pueden hacer nada con respecto a la Obra misma.
No sería mala idea ayudarles a tomar conciencia de lo que están permitiendo que suceda en sus diócesis. Pero si el Vaticano no sólo no dice nada sino que alienta el trabajo que hace la Obra, difícilmente un obispo disponga algo en contrario.
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Para algunos, su lugar en la Iglesia ya ha sido solucionado, se han reacomodado. Para otros, en cambio, sigue siendo un problema. Especialmente porque no creo que la Iglesia vaya a legislar ningún tipo de excepción para quienes se encuentran en una situación irregular.
Otros creen que ya no tienen lugar en la Iglesia o que la Iglesia no tiene ya sentido en sus vidas.
¿Por qué se puede perder la fe? Porque se la invirtió entera –del todo y para siempre, usando el lenguaje institucional- en la Obra –porque tenía el respaldo de la Iglesia- y la Obra resultó ser como el vaciamiento de un banco cuando sus gerentes se llevan los depósitos y no dejan nada.
La Obra usó la firma del Evangelio («y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna» Mt 9,29) para emitir promesas sin fondos, que eran un verdadero engaño. Esto, particularmente desde el punto de vista de la fe, es dramático.
Para hablar de engaño y estafa hay que tener pruebas de que intencionalmente fue así y no un simple error o una convicción honesta aunque equivocada.
Una de las formas de poner seriamente en duda la posibilidad de error es la sistematización daño y la falta de rectificación durante largo tiempo. Especialmente la honestidad se ve comprometida cuando han existido advertencias reiteradas y no han sido tenidas en cuenta, ya sea por obsecuencia o por conveniencia.
La otra prueba se relaciona con cuán central es al sistema el supuesto error. Es decir, quién se beneficia con el daño supuestamente no querido. Si es esencial a la supervivencia del sistema, estamos frente a un claro conflicto de intereses, entre el sistema y la vida de las personas que alimentan al sistema. Si la Obra se diera a conocer tal cual es, muy pocos depositarían su confianza en ella. Pero para crecer institucionalmente como lo ha hecho, no quedaba otra que dar una impresión muy diferente a la que en realidad tiene. Muy probablemente también por ello Escrivá hablaba de la necesidad de la psicología del anuncio: fabricarse una imagen que venda, que de la desilusión ya se encarga la realidad. En el medio, quedan las ganancias para la Obra, de todo tipo.
Por último, la planificación. Una cosa es un error inconsciente o imprevisto. En un sistema tan planificado como el de la Obra, difícilmente se pueda explicar la extensa “cadena de errores” (que forman las personas damnificadas por la Obra) a lo largo de su vida institucional como imprevistos.
Hay personas que se recupera de semejante estafa y hay otras que no lo consiguen. No veo de qué manera el Vaticano pueda permanecer en silencio durante mucho tiempo más sin caer en una grave complicidad.
Es un desafío para la misma Iglesia encontrar la forma de desandar los desarreglos y daños provocados por la prelatura Opus Dei. Es responsabilidad directa de la Santa Sede, quien promovió e impulsó el funcionamiento de esa prelatura.
La Obra es responsable del punto de partida desde donde una persona reinicia su vida. Por eso pienso que no corresponde –como algunos creen- responder a estas situaciones con un discurso implícitamente condenatorio diciendo que la única posibilidad es “esperar en la misericordia de Dios” para aquellos casos que viven en la irregularidad, como quien da a entender que están condenados a menos que Dios lo impida.
Es todo lo contrario: para esa situación de necesidad de perdón habría que pensar, en primer lugar, en la Obra y en quienes han permitido y consentido su actuación, de efectos irreparables en muchos casos.
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Ya se ha mencionado que en muchos casos, este tipo de problemas no se presenta porque se ha resuelto sin gran traumatismo la salida de la Obra. El tema son los otros casos, que no son pocos.
Me interesa encontrar respuestas a interrogantes vitales que son inéditos en muchos casos, pues la debacle de la Obra no la encuentro semejante a ningún otra institución.
No se trata de, por ejemplo, una congregación religiosa que no trató bien a uno de sus miembros y lo expulsó.
La Obra es una institución que lleva el fraude en sus entrañas (desde la vocación divina que inventan los directores hasta el carácter secular de la vida de sus miembros célibes (cfr. artículo de Haenobarbo) y la confusa pertenencia de los laicos a la prelatura). Este es el peor de los descubrimientos, porque no veo de qué forma pueda tener arreglo.
Después de haber intentado durante muchos años buscar la mejora personal (la santidad) es tremendamente desconcertante y a su vez un gran problema para la propia conciencia, encontrarse en una situación anómala, es decir, considerada como una infracción según los parámetros de la vida pasada (como miembro de la Obra).
En muchos casos, lo que uno ha vivido en la vida pasada ha sido un modelo de perfección que no incluía las complejidades de la vida corriente, y menos aún, las complejidades que resultan a partir de la ruptura con la Obra y el descubrimiento de sus anormalidades.
Lo paradójico es que en la irregularidad muchas veces uno se siente más normal que en la atmósfera de perfección presentada por la Obra.