martes, 19 de marzo de 2002

La conciencia después de la Obra [2].- E.B.E.

040. Después de marcharse
ebe :

b. No ser (el control mental)



Además del reglamentarismo, existe otro elemento para entender lo que sucede al salir de la Obra. Ya se ha mencionado muchas veces en esta web el tema del lavado de cerebro (aunque más preciso parece ser el término control mental).



«El lavado de cerebro es típicamente coercitivo. El sujeto sabe desde el primer momento que está en manos del enemigo. Se inicia con una clara demarcación de los respectivos roles -quién es el prisionero y quién el carcelero-, y el prisionero no tiene ninguna alternativa (…).



El control mental, casi siempre, llamado «reforma del pensamiento», es más sutil y retorcido. Quienes lo practican son considerados como amigos o compañeros, de forma que el sujeto no está tan a la defensiva. Inconscientemente, colabora con sus controladores y les suministra información privada sin saber que la utilizarán en su contra (…).



No es buena cosa que los medios de comunicación utilicen la expresión «lavado de cerebro» con tanta ligereza. Evoca imágenes de conversión por la tortura. Quienes están en una secta saben que no han sido torturados, así que piensan que aquellos que les critican son unos mentirosos.» (Las técnicas de control mental, cap. 4, Steve Hassan).



No hay que pensar en cosas extraordinarias. Se trata principalmente de machacar una y otra vez con ideas simples, especialmente referidas a la vocación, a la fidelidad al fundador/padre (líder) y a la Obra (institución)...




En la base de la espiritualidad de la Obra está… la lógica del anuncio publicitario. O sea, el fundador mismo reconoce lo mucho que la Obra le debe al marketing.



«no basta decir las cosas una sola vez, ni siguiera a los que tienen buena voluntad y la inteligencia clara, como ocurre con todos mis hijos y mis hijas. Hay que repetir cien veces la misma cosa: es la psicología del anuncio. Y aun así nos olvidamos» (Meditaciones VI, p. 243).



Pero sí, en cambio, olvidémonos de la virtud o los grandes valores como el amor y la libertad para una aproximación al espíritu de la Obra, pues en la práctica han sido descartados de raíz. El fundador está expresando aquí su gran pesimismo y desconfianza respecto de la capacidad moral del ser humano. Prefiere acudir a la presión y al bombardeo publicitario.



¿Cómo Escrivá puede hablar de santidad, entonces? ¿No es acaso una gran contradicción? Es que la santidad es un ideal que Escrivá lo alaba de una manera pero que lo construye de otra muy distinta.



En este punto la coacción se enlaza con la lucha y ambos completan el universo mental de la Obra: los directores presionan (por arriba) para que uno luche y se esfuerce (desde abajo). Es una concepción mecanicista más que espiritual.



«[el fundador] insistía siempre sobre los conceptos básicos de la Obra: y comentaba, sonriendo, que le perdonasen, que entendiesen los chicos que el Padre debía proceder de ese modo, y que se acordasen de la psicología del anuncio; a base de oír una y otra vez la misma cosa, a fuerza de leer día tras día siempre lo mismo, cuando llega el momento en el que se necesita algo determinado, se acuerda uno de aquello que oyó o que leyó frecuentemente, y hace uso de lo que se le recomendaba por escrito o de palabra» (A. del Portillo, Meditaciones, IV, págs. 440-441)



¿Y el lugar para el discernimiento donde queda? En ningún intersticio. Y así fue como Escrivá construyó su Obra, previéndolo todo y evitando imprevistos tales como el ejercicio de la libertad. Y para ello nada mejor que el control mental.



La de la Obra es una formación inculcada “a la fuerza”, como reconoce A. del Portillo y que busca ser bien práctica, dirigir (gobernar) la conducta de las personas. En la medida en que es marketing, implica una pobreza espiritual insospechada (jamás se imagina nadie que al asistir a una meditación está siendo objeto de una campaña publicitaria). Y las vocaciones surgen de ese marketing, un proceso que comienza pero no termina nunca:



«nuestra formación no termina nunca: todo lo que habéis recibido hasta ahora es fundamento para lo que vendrá después. Por eso, cuando tengáis ochenta años, iréis al Curso anual con la misma ilusión que ahora, y os gustará ver a chiquitos de veinte años, que os explican de una manera ingenua, con mucha autoridad, lo que vosotros lleváis viviendo y enseñando durante muchísimo tiempo. ¡Es bonito!» (Meditaciones II, pág. 717)



Parecen divertidas y tiernas estas palabras del fundador. Pero no lo son cuando se las experimenta en la realidad: chiquitos de veinte años machacando a viejos de [completar a gusto] con ideas simplistas y encima con mucha autoridad. Este tipo de formación infantiliza y estanca el proceso de maduración más elemental, tanto racional como afectivo.



A fuerza de leer día tras día siempre lo mismo, se termina viviendo en un verdadero encierro mental, por más que se tenga un trabajo afuera de la Obra, se asista a la universidad, etc. No hay ningún proceso de discernimiento sino una insistencia hasta el cansancio con ideas muchas veces apodícticas.



Lo más grave del control mental es que modifica conductas, no es simplemente un trastorno de ideas teóricas. De ahí la necesidad de algún tipo de desprogramación para modificar hábitos adquiridos que son destructivos o al menos perjudican la salud: la renuncia habitual a los propios derechos, el voluntarismo como razón de toda actuación, el estructuramiento y la rigidez mental, etc. (sobre más contraindicaciones cfr. Opus Dei: no recomendable para consumo humano).



Y luego el camino de salida puede terminar de dos formas (hay otras también): irse por agotamiento o irse porque un día los directores se levantan de su catre y dicen: “tienes un momentito, quiero decirte una cosa: tú no tienes vocación”. De la Obra se sale con una gran confusión.



«Si no nos hubiera llamado Dios, nuestro trabajo con tanto sacrificio en el Opus Dei nos haría dignos de un manicomio» (del fundador, Cuadernos 8, pág. 263).



Esto lo explica todo, creo.

lunes, 18 de marzo de 2002

La conciencia después de la Obra [3].- E.B.E.

La conciencia después de la Obra (3).- E.B.E.


c. No tener (El orden de la pobreza)



Habitualmente la virtud de la pobreza que se practica la Obra es objeto de crítica por sus características exteriores contradictorias. Pero pienso que también tiene un lado menos llamativo y que provoca consecuencias perjudiciales en la vida de los miembros de la Obra, especialmente de quienes la practican de modo radical, como l@s agregad@s y más aún l@s numerari@s. Esto se hace visible cuando abandonan la institución.



Más allá de la comodidad material de las casas de la Obra, que el discurso oficial sobre la virtud de la pobreza legitima, se encuentra la definición ascética y la función disciplinal que sus principios impulsan. Más que de una virtud, se trata de un orden que se impone a los afectos y a lo más íntimo del ser. Es la “pobreza de espíritu” cuyo objetivo es el vaciamiento personal, para que ese lugar lo ocupe la Obra...


«Hay unas señales inequívocas del verdadero desasimiento: no tener cosa alguna como propia; no tener cosa alguna superflua; no quejarse cuando falta lo necesario... Cuando se trate de elegir, lo más pobre, lo menos simpático» (Meditaciones I, pág. 697).



La instrumentalización que esta institución hace de la sabiduría cristiana es asombrosa: gran parte de la doctrina espiritual, a la que recurre o cita, tiene una aplicación instrumental concreta con el fin de obtener un resultado beneficioso para la corporación.



Leídas desde cierto punto de vista, esas palabras de libro de Meditaciones podrían considerarse como una máxima espiritual propia de muchas congregaciones religiosas. Pero la aplicación concreta que le da la Obra, a este tipo de textos, difiere completamente de lo que se podría suponer.



Una cosa es el desprendimiento espiritual y otra muy distinta es literalmente no tener cosa alguna como propia. La propiedad de las cosas –quién es el dueño- es algo muy distinto del desprendimiento –de qué manera yo me relaciono con las cosas que poseo-. No es posible el desprendimiento si antes no se es dueño (de sí mismo y de lo que se tiene), y además, no creo que sean términos excluyentes (especialmente en el caso de los laicos).



Pero la Obra saltea este paso, porque lo que le interesa no es el desprendimiento (en las personas) sino la expropiación (de las personas). No le interesan las personas –por eso las descarta sin grandes escrúpulos- sino sus cosas y sus capacidades (intelectuales, laborales, monetarias, etc.). La “entrega” que exige la Obra es un acto de expropiación en nombre de Dios y es de este modo cómo la Obra se enriquece (en amplio sentido) al mismo tiempo que quien la deja se va con las manos vacías y con muchos problemas por resolver.



De ahí que la vocación haya de tener una fuerza arrolladora imprescindible, para que no se le resista nadie y así imponga sus exigencias de obediencia y entrega explícitas. Es clave el factor divino y personal de la vocación (lo de “divino” no es un adjetivo genérico), porque es la única manera de presionar y barrer con toda resistencia eficazmente.



«Hay que pedirle al Señor que nos mande la muerte antes que no perseverar» (del fundador, Meditaciones V, p. 404).



De manera tal que decir no (a cualquier cosa que pidan los directores) equivalga siempre a decirle no a Dios, como un non serviam de fatales consecuencias. Es el mecanismo básico de extorsión de la Obra.



En el primer caso (el desprendimiento) se trata de una actitud espiritual, mientras que en el segundo (la propiedad de las cosas) se trata de instaurar un orden social interno basado en la indefensión de los individuos: hasta los mismos derechos deben ser entregados. Es una pobreza total, pero no como virtud sino como imposición y sometimiento. Es la Obra quien controla que nadie (me refiero a los miembros célibes) tenga nada como propio, de la misma manera que lo podría hacer un gobierno con aspiraciones de amplísimo control social.



***



Desde el punto de vista de la virtud personal, este orden de la pobreza que establece la Obra va a contramano de la vida que puede llevar cualquier persona viviendo en sociedad, a diferencia de un convento o vida conventual (aún así, ni siquiera la vida religiosa es comparable al despojo que somete la Obra, pues allí hay engaño y en la vida religiosa no).



Pero el interés de la Obra no está tanto en el desarrollo de la virtud (de la pobreza) en las personas como en utilizar ciertos principios a modo de herramientas para gobernar y sostenerse. Es curioso, pero a través de la pobreza la Obra obtiene su sostenimiento. Esta “virtud” está relacionada íntimamente con la entrega o “virtud de la generosidad”. Darlo todo a la Obra. Desprenderse uno mismo de todo, para que la Obra lo posea todo.



***



Se podría identificar cada uno de esos principios o señales de pobreza con un resultado concreto:



- no tener nada como propio (ceder el control de uno mismo)

- no tener cosas superfluas (no tener gustos, deseos, intereses personales)

- no quejarse cuando falta lo necesario (mansedumbre, conformismo)



Las consecuencias de este orden de pobreza, son variadas. En algunos casos fomenta la irresponsabilidad –nadie es dueño de nada- y desde luego impide hacerse dueño de la propia vida. En muchos casos, inhibe el sentido del gusto y la capacidad de desear. Impide la posibilidad de individuarse y desarrollar la propia personalidad. Son verdaderamente profundas y alienantes las consecuencias.



La pobreza se relaciona con el desprendimiento y, en este sentido, fomenta la pobreza afectiva, que muchos ex miembros señalan en sus testimonios. Es el desprendimiento de los demás, la falta de interés real por el otro, pues en la Obra siempre lo primero son las normas. En el Evangelio, en cambio, lo primero es el prójimo.



El desprendimiento afectivo está impulsado además por la expresa prohibición a tener amistades particulares. La razón es sencilla: reforzar la unidad con el orden jerárquico.



«En Casa queremos a todos (…). Por eso, dice nuestro Fundador, ‘entre los tuyos, evita cuidadosamente aun la apariencia de una amistad particular’» (Meditaciones III, pág. 165)



Principio este que tiene su origen en la vida religiosa, de los conventos.



«Otro punto al que desearíamos referirnos es el lugar que ocupa la amistad en la vida espiritual. En un gran número de libros espirituales, escritos por religiosos, se encuentran condenas de diversas clases sobre las amistades particulares. Desde el punto de vista de la perfección de la caridad en la vida de una comunidad religiosa, tales amistades son muy perjudiciales. La preferencia por uno, significa hasta cierto punto una aversión por otro; hace imposible el ideal de regular todas nuestras relaciones con el espíritu de fe, según el cual Cristo (…). Pero un seglar, al leer tales libros, puede formarse una pauta falsa para su propia vida. (…) La gente que vive en el mundo está en una posición completamente diferente del religioso» (Eugene Boylan, o.c., El amor supremo, pág. 76-77).



No hay unidad entre las personas sino alrededor de quien represente al prelado. La pobreza afectiva mantiene el orden basado en la obediencia. No es extraño, por lo tanto, que quienes dejan la Obra tengan carencias afectivas, forma parte de los efectos de vivir la pobreza según la Obra.



Este orden de la pobreza no emana de la virtud sino como directiva del gobierno de la Obra, para controlar el ambiente de los centros y especialmente la conciencia de los numerari@s y agregad@s.



De lo que se trata, con “la pobreza”, es de llegar al holocausto del yo, al aniquilamiento del yo. En la Obra se ponen en un mismo plano el egoísmo y el yo. Es el olvido de sí, hasta ya no saber quien soy yo.



«Hay que saber deshacerse, saber destruirse, saber olvidarse de uno mismo» (del fundador, Meditaciones VI, pág. 409)



El otro sentido de esta “virtud” es la utilidad: trabajar para la Obra hasta el agotamiento total. Ser útil a la Obra. Ser un buen instrumento. Parte de la pobreza es la laboriosidad, el trabajo sin descanso. Por eso descansar siempre será un deber y nunca un derecho, pues se descansa si se debe.



«Por eso pedimos al Señor una vida larga, llena de trabajo, humano y divino, hasta que acabemos agotados, exprimidos, sin poder darnos más porque nos hayamos gastado del todo, en un sacrifico completo, en un holocausto» (Cuadernos 3, cap.8)



Luego, está el empobrecimiento de la propia imagen personal, de tal manera de sentir un vacío interior, que sólo podría llenarlo la Obra. Mientras uno mismo no es nada, la Obra lo es todo.



«Desaparece todo atractivo personal, toda tentación de amarse uno mismo, cuando la humildad nos muestra que no hay de qué» (Cuadernos 3, Cap. 10)



Lo notable en la Obra es la falta de interés real por la vida interior de las personas. A los directores de la Obra no les interesa si alguien progresa en su vida interior, si su oración es más o menos profunda. Lo que les interesa es el cumplimiento de las normativas. Los primero son las normas. Eso es la Obra: un conjunto de normativa a cumplir. La vida interior de alguien no le importa a nadie (institucionalmente hablando). Por eso tampoco les preocupa el destino de una vocación que decide tomar distancia de la Obra. El aspecto pastoral de la Obra, propiamente, es prácticamente nulo.



Este orden de la pobreza asimilado durante años explica la falta de ubicación dentro del mundo. Inhibe los deseos y aspiraciones personales. Es el aniquilamiento del yo, el vaciamiento, que tienen que ver con la entrega total a la institución.



El problema fue que la Obra pasó a ser todo y luego se descubrió que era nada. Lo que queda es un gran vacío en el alma. Y de ahí se parte.



La reincorporación al mundo, puede llevar muchos años. Para quienes ingresaron a la Obra con catorce años, el mundo se trata de una experiencia en gran parte desconocida, a estrenar.

domingo, 17 de marzo de 2002

La conciencia después de la Obra (4 y 5 final).- E.B.E.

II - Cuando la realidad ideal no cuadra



Quien deja la Obra, sale de un universo muy legalista y de extrema complejidad para la conciencia, lo cual no es extraño que dificulte la adaptación al mundo y genere situaciones no fáciles de resolver.



No hay una única salida. Los caminos para reconstruir la propia vida son diversos. Están quienes han reencauzado su vida dentro de unos parámetros estándares y su situación dentro de la Iglesia no ha sufrido ningún cambio. El cimbronazo sólo afectó la relación con la Obra y nada más.



Para otros, la crisis que produjo la Obra en sus vidas tuvo efectos más amplios...


Pienso en los que se han separado de la Iglesia de manera implícita o explícita, como también en aquellos que se encuentran en una situación interior conflictiva, sin habérselo propuesto por motivos teóricos, sino como resultado del devenir mismo de sus vidas.



De manera particular pienso en quienes se han casado y su matrimonio terminó en divorcio, o también, quienes han encontrado que la mejor manera –no la óptima, porque esa no existía- de reconstruir sus vidas ha sido estableciendo una relación afectiva con una persona divorciada (en todos los casos supongo la honestidad de la conciencia, como punto de partida básico).



Según la doctrina clásica de la Iglesia, las personas vinculadas a una situación de divorcio, no pueden ni recibir el sacramento del matrimonio ni el de la comunión (y tal vez, no puedo asegurarlo, muy posiblemente tampoco el de la confesión).



No creo que se pueda afirmar con absoluta seguridad que lo que han hecho para resolver y reconstruir sus vidas esté bien. Me parece que en gran medida es un asunto de conciencia, y por otro lado, una situación excepcional (el carácter inédito de la defraudación de la Obra y sus consecuencias destructivas en la vida espiritual de las personas). Por lo cual tampoco veo fundamentos claros para decir a priori que lo que han hecho -para reconstruir sus vidas- esté mal.



La Iglesia evidentemente no puede bendecir dichas situaciones irregulares, pero tampoco creo que las pueda condenar a priori, por varias razones.



Hago en adelante una distinción práctica entre la Iglesia y la Santa Sede o Vaticano, considerando a la Iglesia como un concepto muy amplio histórica y teóricamente, mientras que a la Santa Sede o Vaticano la relaciono con el gobierno y las decisiones de un momento histórico de la Iglesia.



Una cosa es condenar el divorcio y otra cosa es condenar situaciones particulares de manera general. Además, en el origen de muchas irregularidades se encuentra con un rol protagónico exclusivo la misma Prelatura del Opus Dei, de cuyo control es responsable directo la misma Santa Sede. Y hasta ahora la Santa Sede no ha hecho nada para ayudar a quienes han sido afectados por la prelatura Opus Dei. Tales condenas, entonces, fácilmente se convertirían en un boomerang.



***



A veces el divorcio puede ser resultado de la inexperiencia, como en el caso de los que se fueron siendo aún jóvenes, pues la Obra fomenta la inmadurez afectiva y el aislamiento respecto del mundo cotidiano que vive cualquier persona normal.



Para quienes se van en una edad avanzada, la posibilidad de entablar una relación con una persona divorciada puede ser una opción conscientemente elegida y asumida, aún teniendo en cuenta que la Iglesia condena el divorcio. Creo que esto sucede -entre otras cosas- a causa del factor oportunidad: en su momento se entregaron a la Obra unos años que son irrecuperables, y unas oportunidades que ya no existen, por lo cual no se puede emprender una nueva vida desde un punto de partida ideal que ya no existe y que además fue objeto de defraudación por parte de una institución de la Iglesia.



Al hablar de oportunidades no estoy pensando en términos contables, matemáticos o de probabilidades, sino en razones y necesidades psicológicas profundas, existenciales.



La reconstrucción de la propia vida depende de las oportunidades que hay hacia delante, y en ocasiones son restringidas. La edad juega en contra para muchas cosas –encontrar trabajo, reconstruir la carrera profesional, entablar relaciones afectivas, etc.- y la Obra no sólo destruye vidas en muchos aspectos sino que además no hace nada para contrarrestar el daño ocasionado (la Obra se considera libre de culpa y responsabilidad, pues su inocencia es una prerrogativa que considera incuestionable e irrenunciable).



Por otro lado, no menos importante, la crisis causada por la Obra supone muchas veces una crisis de valores, que puede llegar a ser muy profunda hasta provocar un estado de escándalo interior e incredulidad. Especialmente cuando se percibe una injerencia política en la esfera moral (si frente a los principios morales prevalecen las decisiones y voluntades de gobierno, ya sean de la Obra misma como del Vaticano, lo cual provoca desastres en las conciencias). Esto quiebra todo el orden moral anterior. ¿Si la moral está al servicio de la política y la política es la responsable de mi crisis, porqué habré de subordinarme a la moral que procede de la política?, podría cuestionarse. La moral pierde autoridad al ser objeto de manipulación por parte de los gobernantes, se la ve como una materia subordinada a la política, y entonces la moral se transforma en un ámbito de disputas, lo cual no ayuda en absoluto. Aquí es donde veo que el rol de la conciencia es fundamental para encontrar una salida, recurriendo a la honestidad que se encuentra en ella y sin esperar una solución política, que provenga de afuera.



A su vez, la sensación que se tiene -en muchos casos- al dejar la Obra es la misma de un divorcio, y peor también, por lo cual se podría decir que el estado en el que se encuentran much@s numerari@s y agregad@s (al romperse el vínculo con la prelatura) es muy semejante al estado de divorciad@. Si la unión entre dos personas es considerada sagrada y por ello la Iglesia juzga inadmisible el divorcio, ¿cómo admitir la trasgresión que supone la ruptura del vínculo que desde el primer momento la Obra lo presentó como “divino, permanente y eterno” (cfr. A. del Portillo, Carta 19-III-1992, nro. 14) y luego ella misma, en muchísimos casos, no lo respetó sino que además lo quebrantó? La condena que la Obra dirige hacia los ex miembros de manera generalizada, se le vuelve en contra:



«Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 389)



Como bien dice Steve Hassan, «en las sectas destructivas, jamás existe una razón legítima para marcharse» (cap. 5).



Las repercusiones –el escándalo en sentido evangélico- que esta ruptura vincular puede tener en toda la vida espiritual de una persona son considerables. Más aún si se descubre que todo fue un gran fraude, que nunca existió institucionalmente la vocación de la que habla A. del Portillo (cfr. Carta 19-III-1992, n. 14), y que puede seriamente cuestionarse con escritos como el de A. Ruiz Retegui. La situación de irregularidad, entonces, comienza mucho antes de lo que se cree.



Mientras la Iglesia condena el divorcio, al mismo tiempo la Santa Sede no impide que la Obra quiebre el vínculo vital que mantiene unidas a muchas personas con la prelatura y por el cual comprometieron sus vidas para siempre (sin duda se trata de un vínculo muy complejo, primero porque no queda claro aún hoy día de qué naturaleza es, luego porque hay personas que lo único que quieren es irse cuanto antes, otras directamente consideran que nunca existió un vínculo real debido al fraude de origen (cfr. Falsedad ideológica), pero también hay personas que lo que quieren es hacer valer la vocación que ellas aceptaron junto con el vínculo trascendente que originalmente la Obra les presentó como tal; es una situación verdaderamente caótica la que ha provocado la Obra).



Aunque no se pueda afirmar técnicamente que se trata de lo mismo, a nivel vital los efectos son muy semejantes a un divorcio cuando la Obra rompe el vínculo, ya sea directa o indirectamente por sus reiteradas infidelidades. Mientras los miembros no tienen propiamente derecho a “divorciarse” de la Obra (en todo caso se dice que abandonan la vocación y traicionan a Dios), la Obra sí puede deshacerse de las personas que no le interesan (muy diferente a expulsar, acción que está reglamentada y restringida). Es una suerte de divorcio legitimado a favor de la Obra sin que tenga que dar cuenta de nada. Lo cual provoca no poco desconcierto.



Pero también puede decirse que, en cierto aspecto, los efectos son mayores a los de un divorcio, porque en el caso de l@s numerari@s, la Obra se queda con todo y al ex miembro no le corresponde nada (con l@s agregad@s sucede algo semejante). El privilegio que detenta la Obra es mucho más que un derecho a divorciarse, es a deshacerse de las personas.



Y el caso es muy distinto al de los religiosos que expone el CIC (canon 702: “Quienes legítimamente salgan de un instituto religioso o hayan sido expulsados de él, no tienen derecho a exigir nada por cualquier tipo de prestación realizada en el”) y el cual podría ser la base para justificar este comportamiento de la Obra (cfr. Catecismo, 84: “Si un fiel sale de la Obra no tiene derecho a pedir compensación económica alguna por los servicios que en la Obra haya prestado, ni por las donaciones o limosnas que haya hecho”), pues mientras en el caso de las órdenes religiosas se trata de una institución legítima, en el caso de la Obra se trata de una institución fraudulenta porque se da a conocer de una manera falsa (cfr. Falsedad ideológica), por lo cual correspondería no sólo una restitución y sino además una compensación moral y material.



***



En muchos casos –especialmente para quienes ingresaron a los 14 años-, la vida matrimonial resultaba impensable porque desde la adolescencia la Obra les había metido en la cabeza –machacando- que el destino para ell@s –el plan de Dios desde la eternidad era el celibato, o sea, la vocación de numerari@ o agregad@.



Cfr. Carta A. del Portillo, 19-III-1992, nro. 13: “Dios nos ha creado, y nos ha formado y nos ha tallado como convenía a la vocación que antes, desde la eternidad, nos había concedido” y nro 14: “La vocación al Opus Dei (…) es una llamada divina, eterna y permanente, que no se pierde jamás y que el Señor nos dirige de continuo. Se puede vivir de espaldas a ese requerimiento del Cielo, pero no se puede suprimir”.



«Desde la eternidad el Creador nos ha escogido para esta vida de completa entrega: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem (Ephes. 1, 4), nos escogió antes de la creación del mundo. Ninguno de nosotros tiene el derecho, pase lo que pase, a dudar de su llamada divina (…) Si no nos hubiera llamado Dios, nuestro trabajo con tanto sacrificio en el Opus Dei nos haría dignos de un manicomio. Pero somos hombres cuerdos, luego hay algo físico, externo, que nos asegura de que esta llamada es divina» (del fundador, Cuadernos 8, pág. 262-3).



Esa última afirmación del fundador es muy impresionante. Lo único físico, externo comprobado es la coacción de los directores.



Tampoco imaginaron que un día la Obra les manifestaría abiertamente su infidelidad, olvidándose ella de aquél carácter divino, eterno y permanente sin ningún pudor, aunque con mucha refinada hipocresía. Este doble golpe brusco produjo un gran descalabro, y de la noche a la mañana tuvieron que salir a rehacer sus vidas, sin manual que explique cómo se hace eso. Ni asistencia alguna de la Santa Sede.



Como decía anteriormente, algunos retomaron la vía estándar –ej., el matrimonio dentro de la Iglesia-, pero otros no. Porque no pudieron, porque ya no quisieron, o por tantas otras razones, cuyo común denominador es el paso por la Obra.



Desde cierto punto teórico se puede decir que están en una situación irregular (si se han apartado de la Iglesia en alguna medida). Pero desde una explicación causal, se puede afirmar que se encuentran en esa situación irregular a causa de la Obra, por lo cual tal irregularidad es imputable en primer término a la Obra. Luego, a quienes han dejado hacer a la Obra, quienes han autorizado y no han controlado a esta institución. Por último, cada caso con sus razones particulares, que merecen una valoración individual.



Lo que está claro es que la situación irregular en la mayoría de los casos no comenzó cuando –por ejemplo- un matrimonio terminó en divorcio sino cuando la Obra se cruzó en el camino de esa persona a sus catorce años y estableció con ella una relación basada en el fraude, que finalmente terminó como era lógico: en un vaciamiento personal –uno se va sin nada- y una honda crisis en su conciencia.



Se sale muy mal parado de la Obra –más si el ingreso fue a los 14 años- y se reconstruye la vida como puede. Esto es esencial tenerlo en cuenta, para no compararse con situaciones más estándares y concluir en una autocondena personal. La Obra no es una situación normal y la salida de la Obra menos.



***



A partir de allí, desde el momento en que se cierra la puerta del último centro, comienza una peregrinación hacia la estabilidad personal, que puede tardar años y pasar por etapas poco convencionales.



Por supuesto, cada uno sigue siendo responsable y puede contribuir en una segunda instancia a empeorar lo que ha provocado la Obra. Pero esto depende de cada caso particular y no puede analizarse de manera generalizada.



En cambio, la situación irregular como punto de partida lo origina la Obra y esto sí es generalizable (aunque no ‘absolutizable’).



A partir de allí, lo irregular pasa a ser la vida normal para muchos. De tal manera han quedado transformadas sus vidas, que el efecto provocado por la Obra se muestra irreversible. Uno sufre las consecuencias del pecado de origen de la Obra.



Pecado que no es excusa ni vuelve inimputable a nadie para el resto de su vida, pero sí explica muchas cosas.



Así como por el pecado de Adán y Eva entró la muerte, por el pecado de la Obra entró la irregularidad en nuestras vidas, de diversas maneras.

(5)

III - El lugar en la Iglesia



Una vez abandonada la Obra, el tema es cómo sigue la relación con la Iglesia. Pues el paso por la Obra no fue simplemente una mala noche en una mala posada para luego despertar de la pesadilla sin más efectos: dejó consecuencias y en muchos casos afectó directamente a la fe y a la salud espiritual de las personas.



No pocos esperan aún la asistencia de la Iglesia, como una intervención directa del Vaticano, porque la Obra dependen sólo de él y ni un obispo ni un párroco pueden hacer nada al respecto, salvo cumplir sus funciones ordinarias.



Sin duda, los obispos podrían impedir el establecimiento de la Obra en sus diócesis, responsabilidad de la que no están exentos. Pero no pueden hacer nada con respecto a la Obra misma.



No sería mala idea ayudarles a tomar conciencia de lo que están permitiendo que suceda en sus diócesis. Pero si el Vaticano no sólo no dice nada sino que alienta el trabajo que hace la Obra, difícilmente un obispo disponga algo en contrario.



***



Para algunos, su lugar en la Iglesia ya ha sido solucionado, se han reacomodado. Para otros, en cambio, sigue siendo un problema. Especialmente porque no creo que la Iglesia vaya a legislar ningún tipo de excepción para quienes se encuentran en una situación irregular.



Otros creen que ya no tienen lugar en la Iglesia o que la Iglesia no tiene ya sentido en sus vidas.



¿Por qué se puede perder la fe? Porque se la invirtió entera –del todo y para siempre, usando el lenguaje institucional- en la Obra –porque tenía el respaldo de la Iglesia- y la Obra resultó ser como el vaciamiento de un banco cuando sus gerentes se llevan los depósitos y no dejan nada.



La Obra usó la firma del Evangelio («y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna» Mt 9,29) para emitir promesas sin fondos, que eran un verdadero engaño. Esto, particularmente desde el punto de vista de la fe, es dramático.



Para hablar de engaño y estafa hay que tener pruebas de que intencionalmente fue así y no un simple error o una convicción honesta aunque equivocada.



Una de las formas de poner seriamente en duda la posibilidad de error es la sistematización daño y la falta de rectificación durante largo tiempo. Especialmente la honestidad se ve comprometida cuando han existido advertencias reiteradas y no han sido tenidas en cuenta, ya sea por obsecuencia o por conveniencia.



La otra prueba se relaciona con cuán central es al sistema el supuesto error. Es decir, quién se beneficia con el daño supuestamente no querido. Si es esencial a la supervivencia del sistema, estamos frente a un claro conflicto de intereses, entre el sistema y la vida de las personas que alimentan al sistema. Si la Obra se diera a conocer tal cual es, muy pocos depositarían su confianza en ella. Pero para crecer institucionalmente como lo ha hecho, no quedaba otra que dar una impresión muy diferente a la que en realidad tiene. Muy probablemente también por ello Escrivá hablaba de la necesidad de la psicología del anuncio: fabricarse una imagen que venda, que de la desilusión ya se encarga la realidad. En el medio, quedan las ganancias para la Obra, de todo tipo.



Por último, la planificación. Una cosa es un error inconsciente o imprevisto. En un sistema tan planificado como el de la Obra, difícilmente se pueda explicar la extensa “cadena de errores” (que forman las personas damnificadas por la Obra) a lo largo de su vida institucional como imprevistos.



Hay personas que se recupera de semejante estafa y hay otras que no lo consiguen. No veo de qué manera el Vaticano pueda permanecer en silencio durante mucho tiempo más sin caer en una grave complicidad.



Es un desafío para la misma Iglesia encontrar la forma de desandar los desarreglos y daños provocados por la prelatura Opus Dei. Es responsabilidad directa de la Santa Sede, quien promovió e impulsó el funcionamiento de esa prelatura.



La Obra es responsable del punto de partida desde donde una persona reinicia su vida. Por eso pienso que no corresponde –como algunos creen- responder a estas situaciones con un discurso implícitamente condenatorio diciendo que la única posibilidad es “esperar en la misericordia de Dios” para aquellos casos que viven en la irregularidad, como quien da a entender que están condenados a menos que Dios lo impida.



Es todo lo contrario: para esa situación de necesidad de perdón habría que pensar, en primer lugar, en la Obra y en quienes han permitido y consentido su actuación, de efectos irreparables en muchos casos.



***



Ya se ha mencionado que en muchos casos, este tipo de problemas no se presenta porque se ha resuelto sin gran traumatismo la salida de la Obra. El tema son los otros casos, que no son pocos.



Me interesa encontrar respuestas a interrogantes vitales que son inéditos en muchos casos, pues la debacle de la Obra no la encuentro semejante a ningún otra institución.



No se trata de, por ejemplo, una congregación religiosa que no trató bien a uno de sus miembros y lo expulsó.



La Obra es una institución que lleva el fraude en sus entrañas (desde la vocación divina que inventan los directores hasta el carácter secular de la vida de sus miembros célibes (cfr. artículo de Haenobarbo) y la confusa pertenencia de los laicos a la prelatura). Este es el peor de los descubrimientos, porque no veo de qué forma pueda tener arreglo.



Después de haber intentado durante muchos años buscar la mejora personal (la santidad) es tremendamente desconcertante y a su vez un gran problema para la propia conciencia, encontrarse en una situación anómala, es decir, considerada como una infracción según los parámetros de la vida pasada (como miembro de la Obra).



En muchos casos, lo que uno ha vivido en la vida pasada ha sido un modelo de perfección que no incluía las complejidades de la vida corriente, y menos aún, las complejidades que resultan a partir de la ruptura con la Obra y el descubrimiento de sus anormalidades.



Lo paradójico es que en la irregularidad muchas veces uno se siente más normal que en la atmósfera de perfección presentada por la Obra.